lunes, 18 de febrero de 2008

Por qué es aún posible el amor

Breve consideración sobre “Buscado”, la tragedia y el teatro.

Lo que me interesa de la tragedia es lo que ella despliega en el ámbito privado. La pregunta es cómo sería posible desasir los lazos familiares de la polis (lo privado de lo público) si están amarrados a ella como si fuesen los brazos de un cuerpo. ¿Pero no es acaso lo que hizo el psicoanálisis: pasar ese afuera que eran los dioses, y cuyo medio de expresión era la naturaleza, al interior del sujeto (porque cuando Freud escribió el sujeto tenía interior y allí cabían las cosas, ya no era aquel héroe trágico al que describe Walter Benjamin como una caja vacía en la que resuenan las voces de los dioses)? ¿No produjo Freud un sismo en la geografía de Edipo, y dijo de algún modo que las vías entre Corinto y Tebas eran las mismas que unían la conciencia y el inconciente?

Pero el texto de Sófocles tiene vías tan míticas como reales. Esa síntesis que logran los trágicos (no ponerlo todo en lo mítico ni en lo histórico sino jugar en ambos frentes) es tan sutil y comprensiva de la existencia que ni el psicoanálisis ni ninguna otra disciplina que no sea o implique a la tragedia misma puede hacerle total justicia. La tragedia es pensamiento, implica al alma si ésta es el resultado de las afecciones del cuerpo, y es un mecanismo absolutamente ficticio que toma a los límites de la realidad como pasos de frontera.

Buscado tiene sus vías, las que conectan Tokyo, el D.F. y New York. Tres ciudades que funcionan como síntesis de un mundo que tiene esta doble valencia de la que venimos hablando. Lo que importa en dichas ciudades es, sobre todo, que tres hombres y una mujer se reúnen allí a jugar un juego mítico. Pero a la vez esas ciudades llevan un nombre real, y cada una aporta su color, su densidad y su paradigma.

¿En dónde sucede la acción de una tragedia? ¿Lisa y llanamente, en la polis? ¿O en una espesura en la cual mythos y logos, interior y exterior, lo público y lo privado, se inmiscuyen?

La saga trágica se propone trabajar, apoyándose en la teoría de la tragedia y en los textos trágicos, sobre esta trama compleja pero asumiendo una posición inevitablemente subjetiva: quien escribe soy yo, en el siglo XXI, y me propongo más que el trabajo del antropólogo y del arqueólogo, la experiencia artística. En El grado cero de la escritura, Roland Barthes dice que el estilo es la piel que tiene el escritor con el mundo. ¿Cuál es la piel que hay entre la tragedia, escrita en el siglo V antes de la era común, y alguien que escribe hoy? ¿Por qué es aún posible el amor? ¿Y en qué consiste ese amor?

En mi caso, no pasa por lo trágico en tanto pensamiento sino por la tragedia en tanto género. Quiero decir, que no habría amor si no estuviera la ficción asegurando un juego increíble, y allí habla la piel: que el titán Atlante sostuviera el cielo para que no se cayera sobre la tierra era para aquellos griegos una creencia y es para mí hoy algo del orden de lo maravilloso. Entonces yo puedo decir: me maravilla tu creencia, quiero tu fe: puedo amarte.

“¿Qué es un acto de fe en el teatro? ¿Por qué es preciso creerle al teatro? Es preciso. ¿Por qué es preciso?” (Derrida, El Sacrificio, 1991). La forma de esta pregunta se inscribe en la cuestión del teatro de un modo certero, haciéndole, ahora sí y en este caso, total justicia. Por esta pregunta habla el teatro mismo. La ficción con sus cuerpos ahí (esa erótica del teatro a la que Barthes ha tildado de histérica: los actores están ahí, piden la mirada pero prohiben que los toquen) es necesaria aunque nadie pueda decir por qué. Y nadie puede decir por qué, porque se trata de la fe, desde aquella que tenían los griegos en que Dionysos estaba presente para recibir el tributo y por medio de la cual la catarsis tenía lugar, hasta la que tenemos hoy, cuando lloramos porque Hamlet se pregunta por qué no puede llorar si el actor que tiene enfrente sí puede hacerlo y “¿Por quién? ¿Por Hécuba? ¿Y quién es Hécuba para él o él para ella?”. Y en Hécuba nos quedamos, como si llegáramos al origen. Porque alguien escribió, por primera vez, que esa reina lloraba por Troya y los suyos y que esas lágrimas merecían un cuerpo. Esa legalidad del cuerpo en un escenario, esa necesidad de ser mirado de ese modo, en el que yo es otro, por los otros, es de los griegos y es nuestra porque ellos lo inventaron y nosotros lo seguimos eligiendo hasta hoy. Quizá el teatro sea sencillamente eso: llorar por Hécuba, llorar por otro. O reír, claro. En esa entrega religiosa (la religión aparece cuando el sujeto sitúa algo de su vida más allá de sí, sea el cielo o un otro), creo, es posible el amor.

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