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No hay peor lugar en el universo que aquel en donde no está la persona que buscamos. Y no hay peor momento que aquel en que la búsqueda se confirma inútil. Así, cuando la trama transita entre una y otra coordenada, la desazón es el desenlace. Sin embargo, esta no es la historia de un solo hombre, por lo que su desenlace arrastrará a otros. Aquí hay un hombre huyendo de su padre que lo busca y persiguiendo a su hijo que lo evita. O quizás los tres estén huyendo: uno, de la vejez que se asoma; el otro, de la adultez que implica tener un padre viejo, el tercero, del camino que lo lleva a continuar a sus predecesores.
Al invertir ellos el sentido de sus vidas, los tres se pierden. Fuere en Tokio, en México o en New York, mientras se persigan mutuamente, seguirán impedidos de encontrarse a sí mismos. El primer padre, el primer perseguidor, se presenta émulo de Houdini en lo que podría ser una trampa para romper con la inercia que traen. La sola idea del escape atrae a los dos fugitivos, y si aquel falla en su hazaña, necesariamente dejará un vacío que obligará a su hijo a volverse hacia delante. La melancolía que impone el mar hará el resto.
Provocando una permanente y agradecida tensión, Agustina Gatto entrega este intenso relato, pleno de grises, en una puesta en donde todo es contraste, desde la excelente escenografía y la iluminación hasta las actuaciones, entre las que se destaca la de Oscar Núñez, claro –y disfrutado– ejemplo de las virtudes del oficio.
Lucho Bordegaray.
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